miércoles, 2 de mayo de 2012

La Compuerta


Todo estaba oscuro, ciegamente oscuro. Él está sentado frente a una pequeña compuerta de metal que apenas es iluminada por una la luz que atraviesa el marco y dibuja su silueta. Se ve maciza, casi impenetrable.

Sin saber bien que es lo que hace intenta encontrar un picaporte, una llave o una perilla. Mueve sus manos lentamente para reconocer las texturas y los contornos, maniobra que sus ojos no pueden hacer.

En un extremo halla una simple esfera, intenta tirar y luego empujar de ella pero no obtiene resultado alguno. Agudiza su dedo índice y pulgar e interpreta que aquél diminuto globo agolpado en la puerta metálica posee un movimiento circular hacia la derecha, como el girar de una llave.

Lentamente la esfera completa su movimiento y un sonido enjuto da cuenta de que la compuerta ha sido liberada. Acomoda sus dos manos y con fuerza, inclinando su cuerpo hacia atrás, logra paulatinamente desvelar qué hay detrás.

Asoma la cabeza y entrecierra los ojos por el contraste con la inmensa luz con la que se encuentra. A medida que sus pupilas se lo permiten comienza a distinguir figuras y objetos.

El lugar no tiene comparación con ningún otro, no hay límites ni horizontes como tampoco hay sombras, pero si profundidades, claras y marcadas distancias, el acá o el allá, el aquí o el allí.

Mientras sus ojos se recomponen, observa figuras de mujeres, algunas sonrientes, otras tristes, también más lejanas, las que cargan indiferencia. Observa algunos objetos, una pelota de básquet con franjas azules, blancas y rojas y también algunos hombres, muy cerca un señor de unos 68 años, de saco y jean con una guitarra en la mano que canturrea por lo bajo, un grupo de muchachos que se divierten entre sí, y a los lejos un hombre gordo, calvo y de anteojos que se mezcla entre una bruma.

Sigue examinando cada rincón y se encuentra con muchas personas y objetos, libros que casi alcanza a tocarlos con la mano, un can que salta de un lugar a otro, una mujer que debe partir, como así también encuentra imágenes, un beso que nunca fue dado, un abrazo eterno, un castigo y una lista interminable de sueños por cumplir.

De pronto, como si algo lo succionara de atrás, cae dentro del cuarto oscuro y la compuerta se cierra rudamente, piensa un segundo, y sonríe en la enorme oscuridad que lo invade, él había ingresado a su mente…

viernes, 3 de febrero de 2012

Construyendo una ilusión

La vida los preparó para darles como ofrenda que se encontraran y se enamorasen al punto tal que nunca más quisieran estar uno lejos del otro.

Un carruaje arrastra el camino en el medio de la noche, parece tener prisa, si, prisa, y a pesar de que la noche está cerrada y penumbrosa el chofer no deja de azotar a los caballos para no perder velocidad.

En el interior un hombre de cabello oscuro, peinado para atrás a la perfección, lleva un sobretodo negro pesado encima, camisa blanca con tiradores y unos pantalones azabaches que terminan en unas brillosas botas de cuero. Su mirada es la de un hombre que piensa antes de hablar, que dice mucho menos de que lo que atraviesa su mente.

De pronto el carro se detiene frente a un gran portón de madera de quebracho, casi de dos metros de altura escoltado por un muro de piedra. El chofer se baja de un salto y abre la puerta mientras dice “Señor Constantino, hemos llegado”.

El muchacho toma un bastón de madera con un puño que parece ser de plata y desciende ni decir palabra alguna. Golpea fuertemente el gran portón y espera. Su cara comienza a transformarse, frunce el ceño y golpea nuevamente. Como no recibe respuesta, aprieta sus dientes dando cuenta de su cólera y patea la gran puerta abriéndola de par en par y comienza a caminar a un paso veloz por el lúgubre jardín hasta la entrada de una casa de dos pisos con columnas en los costados y una escalera de piedra lustrosa. La puerta se abre y un hombre calvo de contextura grande comenta: “!Señor Agustín Constantino! ¡Que alegría, no pensábamos encontrarlo por aquí”, a lo que el joven responde:

- Busco a Santiago

- El señor Raimondi no se encuentra por el…

El joven Constantino interrumpe y aparta al corpulento hombre de un golpe e ingresa a la casa hasta que llega a un inmenso living, con una chimenea encendida en el centro que apenas ilumina un sillón de pana verde y el piso de madera. En la poltrona puede descifrarse la figura de un hombre al cual Agustín se le abalanza, lo toma del cuello y logra ponerlo de pie.

Santiago Di Gracia tiene aproximadamente 55 años, de tez blanca, cabello canoso y está vestido con una bata de seda violácea, trata de zafarse de las manos de Agustín pero no puede.

- Quiero que me diga donde está, ahora mismo, sino juro que no la va a pasar bien

- Aguarda Agustín, necesito que te calmes un poco, tomemos algo mientras charlamos

- ¿Acaso piensas que soy un idiota? ¡Quiero una respuesta en este preciso instante!

Mientras tanto Agustín no percibe que aquél fornido hombre que apartó en la entrada había ingresado a la sala con un garrote en la mano. Camina despacio y derriba a Agustín de un golpe que hace que pierda el conocimiento y que se desplome en el suelo.

Todos los años cuando comienza diciembre el pueblo de Boca de la Travesía organiza un festejo llamado Pincha en la plaza central, festejo del cual participan todos los habitantes, desde los más pequeños hasta los más ancianos. Es una de las galas más importantes del lugar, se instalan cientos de faroles con grandes velas dentro, guirnaldas que atraviesan los árboles y se preparan ponches y licores para animar la noche. Ni bien el sol comienza a desaparecer del horizonte los pueblerinos se acercan a la plaza con sus mejores vestidos y trajes, las mujeres con el pelo recogido formando frondosos peinados y los hombres con ternos oscuros, por lo general negros, que visten solamente para la Pincha.

Iniciada la celebración hombres y mujeres bailan al compás de las guitarras y de los tambores cuando, de pronto, la más hermosa mujer ingresa a la plaza, la joven Belén Di Gracia, la doncella más codiciada por todo el pueblo. Llevaba un vestido de color blanco con el cuello drapeado que dejaba al descubierto un hombro y una inmensa rosa roja que le embelesaba el cabello.

Belén logró captar la atención de todos los muchachos del baile, pero especialmente de uno, un hombre que al verla quedó sorprendido mediante semejante belleza, Agustín. El joven Constantino no puede disimular el estallido de su corazón y comienza a caminar lentamente hacia la muchacha cuando su primo Marcelo le corta el paso y le dice:

- ¡Primo no te había visto! ¿Cómo has estado?

- Hola Marcelo, bien, he andado bien, dime, ¿Sabes quién es aquella joven?

- ¿Cuál? ¿La de blanco? Por supuesto que sí, es Belén Di Gracia, vive en las afueras del pueblo con su maquiavélico tío, casi nunca se la ve salir de la casa. ¿Quieres que te la presente? Hemos sido buenos amigos.

- Si por favor, pero tranquilo, no quiero denotar ansiedad.

Marcelo presentó a los dos jóvenes y ambos comenzaron a conocerse, pasaron toda la noche charlando y riendo, como si uno supiera todo del otro. Caminaron por la ribera del río durante un largo tiempo hasta que Agustín no pudo contener sus sentimientos y tomó a Belén de la cintura y la acercó hacia él, le susurró al oído “Desde que te vi quiero besarte”. Los rostros empezaron a aproximarse lentamente, cada centímetro ganado era un disfrute para ambos jóvenes, sabiendo que lo mejor estaba por llegar. De pronto, de entre los árboles aparecen tres hombres que se acercan a Belén, la toman de los brazos y de las piernas arrastrándola lejos de Agustín.

- ¡Espere señor! ¿Qué está haciendo? – Dijo el mozuelo Constantino

- ¡Es mi sobrina y no tiene nada que hacer con usted joven! – Indicó uno de los tres hombres mientras ordenaba que se lleven a la muchacha

- Tío Santiago no estaba haciendo nada, te lo juro, solo estábamos conversando – Argumentó Belén

- Me importa un cómico qué hacían, ¡ya mismo te irás a la casa! – Señaló Santiago

Agustín quedó atónito frente a una situación que mezclaba rareza con violencia. Jamás hubiera esperado que aquella noche terminara así. Reflexionó durante algunos minutos, tomó coraje y corrió hasta la plaza central donde se encontraba su primo, le preguntó dónde vivía Belén, se subió a su carruaje y le ordenó al chofer que a toda prisa vaya hasta la casa de la colina norte, morada de la familia Di Gracia.

Mientras tanto, ya en su cuarto Belén lloraba desconsolada porque su velada había terminado de aquella manera tan calamitosa. Sentía un vacío en el pecho que era muy fuerte, casi irrefrenable. Pensaba en escapar a buscar a Agustín, por lo que se acercó a la ventana, tomó los barrotes de acero que impedían que saliera de la casa y comenzó a hacer fuerza como para doblarlos o al menos aflojarlos, pero los baos eran demasiado gruesos como para que Belén pueda arquearlos.

De pronto sintió un ruidoso golpe en la puerta de la entrada de la casa, asustada, salió lentamente de su alcoba, caminó por el pasillo en puntas de pié y se acercó hasta la baranda de la escalera, desde donde veía a su tío sentado en un sillón a la vera de la chimenea.

Un joven ingresa furiosamente en la sala y toma del cuello a su tío Santiago y lo hace poner de pie. No llega a oír de qué hablan pero se da cuenta de que es una situación más que tensa. En un instante, la luz que emite el hogar deja ver el rostro del muchacho, “¡Es Agustín!”, piensa la joven mientras siente que su sangre comienza agitarse de la emoción.

De pronto, la zagala observa que el matón de su tío, el señor Toole ha salido de las penumbras con una especie de vara o palo en la mano con el que derriba de un golpe a Agustín. La muchacha grita “!No!”, pero se da cuenta de que su tío la descubre y corre de nuevo a su cuarto. Santiago Di Gracia le indica al señor Toole: “Déjelo afuera, después veremos que haremos con él”.

Aturdido Agustín se despierta en las afueras de la casa, en el bosque que tiene la finca. Con mucha dificultad y dolor se pone de pie y comienza a caminar sin saber hacia dónde. Como la noche está totalmente hermética ve muy poco, pero entre los árboles y a unos cien metros observa una pequeña luz por lo que decide ir hasta ella. Mientras se va aproximando entiende que el brillo provenía de un farol en la puerta de una casa insignificante. Con dificultad Agustín se escabulle entre la maleza y observa hacia adentro de la vivienda y se percata de que se trata de el casero de la familia Di Gracia que está recostado en un viejo sillón con una botella de ginebra Bombay en la mano. Aprovechando de la borrachera del criado Agustín toma unas ropas colgadas en una soga, se viste y emprende camino hacia la gran mansión a recuperar a Belén.

Mareado de amor, el pecho de joven se infla y su fuerza se duplica, está sumamente convencido de lo que está haciendo y no le importa las consecuencias, solo quiere llegar hasta aquella muchacha que le ha atravesado el corazón. Se topa con la puerta de servicio y con extremo cuidado ingresa a la cocina del antiguo caserón, se pone un gran sombrero de paja que encuentra colgado de un clavo en la pared y toma una canasta de mimbre repleta de verduras y frutas. Se acerca hasta la puerta y mira a ambos lados, no entiende cómo hay tanta tranquilidad, no ve a nadie cerca, por lo que comienza a transitar el comedor hasta llegar a una escalera de madera color roble con un tapizado de alfombra bordó que es sujetada por unas trabas de bronce. Como es una casa vieja, cada paso que da hace rechinar los peldaños. De pronto, el señor Toole que escuchó los pasos, se aproxima a Agustín y le dice “Ah señor Benítez, luego, cuando se desocupe el señor Di Gracia necesita que ensille a su caballo porque debe salir”. El joven sin voltear asiente con la cabeza y continua escalando hacia el primer piso.

Una vez arriba, lentamente se voltea y se da cuenta de que el señor Toole ya no está, por lo que se relaja, deja el cesto de mimbre en el suelo e inicia una búsqueda cuarto por cuarto, abriendo las puertas con mucha cautela. Al comienzo los intentos fueron en vano, primero un gran baño de azulejos grises, luego algunas habitaciones deshabitadas, una sala con un gran piano de cola y un ventanal inmenso que da al bosque y a la casa del criado. Finalmente entreabre una puerta y la ve a ella, a Belén, que al verlo esboza una gran sonrisa entre llanto y llanto.

Los jóvenes se encuentran en un profundo y sentido beso.

- ¡Shh! No hagas ruido, te vine a buscar, debemos escaparnos

- Es imposible Agustín, mi tío nos va a encontrar y nos va a matar

- No voy a dejarte aquí, te necesito cerca, te necesito conmigo. ¡Vamos! creo que sé por dónde podemos salir

Agustín toma a Belén de la mano y la lleva hasta el final del pasillo que conecta todas las habitaciones, le señala el techo donde hay una soga con la punta decorada con un plomo. El muchacho tira de cuerda y una puerta se abre dejando deslizar una escalera de madera que se despliega lentamente hacia el suelo.

Luego de ascender, ya en el ático de residencia, Agustín toma algunas sábanas viejas y recortes de tela que anudados los arroja por la ventana. Los jóvenes comienzan a descender casi sin reparar la altura que los separa del suelo, tratan de no hacer ruido, ambos están inundados en adrenalina, casi no sienten el esfuerzo que están haciendo.

Una vez en el suelo, Agustín toma nuevamente de la mano a Belén, la mira a los ojos y le dice: “Confía en mí, ¡vamos!” y comienzan a correr por la parte de atrás del caserón hasta llegar a donde Santiago Di Gracia atesoraba a un caballo árabe de un profundo y brilloso azabache, lo ensillan y comienzan a escaparse por el interior de la estancia, atraviesan la tranquera y sienten el alivio, las cadenas se han cortado y sus corazones se inscriben con presteza en una intensa libertad.

Nunca más se los volvió a ver, algunos dicen que han construido una casa en Las lajas donde viven felices lejos de la tiranía de su tío, otros que han viajado hasta Buenos Aires y que ahora están próximos a casarse…

lunes, 26 de diciembre de 2011

Rumbos

Rumbos

No me puedo dormir. Prendo la tele todo me parece aburrido. Me levanto de la cama, camino hasta la cocina y tomo Coca del pico, así como me gusta.

Voy al baño, y cuando salgo Malvina me está mirando, como si tratase de entender qué pasa por mi cabeza, lo que ella no sabe, o no comprende, es que no sé porque me está costando dormir, ayer me dormí como a las cuatro de la mañana, hoy ya son las dos y estoy acá escribiendo, tratando de dejar el insomnio y mis pensamientos atrás. No pienso en nada particular, simplemente pienso, como así ahora simplemente escribo, intentando dejarme ir.

Y eso hago, me fui.

Me puse una remera y salir a caminar, la noche está desolada y bañada en una nube de plata, vaporosa. Camino por Virrey Arredondo hasta la plaza que está sobre Álvarez Thomas. Intenté ingresar pero la plaza estaba cerrada, por lo que seguí caminando hasta la esquina. Allí, sentada en el cordón de aquella oscura y desolada vereda, me encontré con una mujer de unos 55 a 65 años, de cabello oscuro y prolijamente recogido, con un vestido gris con ciertos tonos, en retazos, de negro que me miró y me sonrió. Al principio pensé que era una prostituta en busca de acción, pero me di cuenta de que estaba descalza, escena por la cual mi noche comenzaba a complejizarse.

La mujer miró sus pies desnudos y se rió con una pequeña carcajada, casi como si la estuviera conteniendo. Le pregunté, por qué no llevaba puesto nada en los pies a lo que me dijo:

- Es mi mejor forma de estar conectada

- Conectada ¿Con qué? – Pregunté inmediatamente

- Conectada con el suelo, con la tierra, con todo lo que nos rodea

- Y… ¿Para qué necesita eso? – Indagué pensando que se trataba de una pobre mujer que deliraba por las noches

- Para sentirme bien, así me siento feliz, me recuerdan que mi vida va más allá de éste mundo que nos tocó. ¿Nunca pasaste una noche entera a la intemperie? – Me consultó la mujer mientras señalaba con su mano formando un abanico el cielo.

- Si una vez y hace mucho de eso, casi tanto que no me acuerdo.

- Mirá, acostaste así (la mujer se acostó en la vereda). Tranquilo, no pasa nada, con lo grandote que sos no vas a tener miedo de esta vieja.

Me acosté a un metro y medio de la mujer, no podía razonar si la señora descalzada estaba realmente loca o quizás realmente convencida.

- ¿Y?, ¿No sentís nada? Hacé de cuenta que esa luz de ahí no está, que los autos que pasan no hacen ruido. Sentí el suelo como te abraza, es la naturaleza la que te está hablando, susurrándote al oído, algo como “hola, acá estoy, no te olvides de que existo”

Realmente no sentía nada, pero la convicción con la que hablaba esta mujer y una gran intriga me empujaron a avanzar con la conversación.

- No siento mucho – Dije casi en una voz apagada – Lo que me asombra es la cantidad de estrellas que se ven desde acá

- ¡Eso!! Ya va queriendo, ¿Ves? Esta zona no tiene nada distinto, nada en particular, sos vos el que se está abriendo, el que está quitándose la venda de los ojos. Mirá para allá – me dijo señalando con el dedo hacia una esquina del cielo que estábamos viendo. ¿No encontrás nada?

- A ver – comenté entrecerrando los ojos – veo estrellas, más estrellas, no, no veo nada loco, digamos

Ni bien terminé de decir esa frase vi una pequeña estrella que titilaba más intenso que el resto. Una luz que cambiaba de blanco a rojo, me costaba de alguna manera hacer foco, ya que la estrella perdía su intensidad, o quizás yo era el que perdía intensidad.

- ¿Sabe que veo una estrella que cambia de color? Pero la pierdo de vista, como si de a ratos se apagara.

- Así me gusta, terminaste siendo un chico más despierto de lo que parecés, digo, sin ofender. Lo importante es que puedas ver más allá, no todo es tan material como uno lo siente, lo percibe. Hay una infinidad de elementos, de cosas, que uno se pierde por estar embobado en el día a día, te lo digo yo que fui durante 30 años escribana, con papeles de acá para allá, con firmas, con contratos. Un día me desperté y no podía escuchar nada de un oído, imagínate, me asusté a más no poder. Fui a varios doctores y no me encontraron nada, se llenaban la boca con charlatanería de cuarta, que podía ser estrés, un virus o simplemente la muerte súbita de mi oído.

Cansada de todo, ¡Y de todo en serio! Me fui al cerro Cruz de Caña en Mendoza…

Interrumpí vertiginosamente el relato de la mujer y dije: ¿Mendoza? Justo este año tengo planeado irme de vacaciones con un amigo ahí.

- ¡Muy bien! ¡Te va a encantar! A mí me llevó mi hijo, que le gusta subir a toda montaña, cerro, que se le cruce. Bueno, resulta que subimos al cerro, yo estaba abatida por tanto ejercicio, pero con varias paradas llegamos a una especie de planicie en el medio del cerro. Un recoveco que nos refugiaba del viento gélido que por ahí soplaba. Nos quedamos un largo rato, retomando fuerzas, en silencio, contemplando todo el paraíso que nos rodeaba. Tuve la sensación casi natural de recostarme, así como estamos vos y yo. Cerré los ojos y empecé a sentir los ruidos que hacía el viento, el rodar de la nieve, sentí un fuerte temblor en mi pecho hasta que una piedrita que se ve que se deslizó de alguna parte, cayó justo encima de mi cabeza. De un sobresalto me levanté, entre asustada y emocionada. Ahí mismo se entrelazaron en una fábula todos aquellos sonidos que yo estaba escuchando con lo que estaba observando. Era algo mágico, pude ver cada detalle, cada cristal de la nieve, como la arenilla se deslizaba sobre mis manos. De pronto, todo se iluminó para mí, estaba realmente conectada con la naturaleza, tan conectada que no me había dado cuenta de que estaba escuchando con los dos oídos. Si, ¡Con los dos!

A esta altura, sentí que aquella señora me estaba ofreciendo una muy buena historia de ciencia ficción, con una parte dramatizada desde la vereda de una plaza de la Capital. Yo solo asentí con la cabeza. Me levanté muy despacio, y le dije:

- Gracias por la charla, fue un tanto extraña para estas horas de la noche, pero de seguro de algo me servirá – Hice una pausa, extendí mi mano y continué – Por cierto, Tomás, un gusto.

La mujer se incorporó y expresó: Ah, Tomás! Flora, el gusto es mío.

Nos estrechamos las manos, nos sonreímos y yo volví caminando nuevamente hasta mi casa.

Llegué un tanto asombrado por la extraña vivencia que había transcurrido en aquella plaza. Fiel a mi instinto, comencé a investigar un poco sobre el cerro Cruz de Caña, la ubicación, cómo llegar, etc. sobre todo para tratar de averiguar si Flora estaba diciendo la verdad y si realmente existía tal cerro, hasta que me detuve a leer una nota sobre Mendoza en general, donde un joven dejó el siguiente comentario, el cual me motivo. Siendo las tres y media de la mañana, a escribir todo este relato:

Nos encantó el cerro! Nos quedamos con mis amigos una noche en carpa, fue sorprendente, a pesar de que hacía mucho frío, vimos bajar desde lo más alto una mujer, que se nos presentó como Flora, charlamos un largo rato de cualquier cosa, cualquier tema. Era una mujer muy cálida, nos transmitió mucha serenidad. De pronto se paró, se despidió y comenzó a caminar hasta que se perdió en la noche. Al otro día un guardaparque nos contó que hace más de 50 años, una mujer escalando con su hijo murió a causa de una avalancha. La misma se llamaba Flora Santenci, y muchos vecinos del lugar afirman que hoy siguen viéndola caminando por el cerro y celando por hábitat que los rodea…